Desde un chiringuito de playa contemplo las olas que se encuentran, se besan… Como se saludan y besan dos mujeres mayores en la mesa contigua. Hablan fuerte, pido un café y cierro el libro. A quien nos gusta escribir nos aconsejan que debemos agudizar la atención y la escucha.
-Uf, -se queja la que parece más joven- ¡qué manera de sudar!
-Hija, no me extraña, ¡si has cogido la bici para llegar, con la que cae a esta hora de la tarde! Así estás: fuerte y musculosa. Mira yo, todo me cuelga y el esqueleto me cruje cada día más.
-Anda, no te quejes que tienes un cutis estupendo, casi sin arrugas. Con este paseo marítimo que tenéis bien podías montar en bicicleta también.
-Si yo te contara…
-Pues venga, cuenta mientras me tomo una tónica para refrescarme.
-Yo no pude montar en bici de pequeña, ya sabes lo temerosos que eran mis padres.
Se me iban los ojos cuando veía a mis amigas después del colegio dar vueltas con las suyas, mientras yo merendaba mi “papocha”. Sí, no me mires así; al pan de máquina, como lo llaman en otros sitios, se le corta un trozo del pico, se saca la miga en círculo sin romperla y se vierte dentro aceite de oliva y azúcar, se vuelve a tapar con la miga y se presiona para empaparlo. Eso nos quitaba mucha hambre aquí en el sur, además de alimentarnos.
Mi amiga disfrutaba de su bici y nunca me la dejaba porque yo no sabía montar.
Pasaron los años, tuve hijos y le compramos una bicicleta al mayor, su padre le enseñó a montar y a mi me encantaba mirarle dando vueltas en el llano de mi infancia.
No recuerdo si fue idea suya o mis ganas reprimidas durante tanto tiempo, que un día me atreví y aprendí a montar en la bici de mi hijo. No era igual que conducir un coche dentro de él tan resguardadita. La sensación de equilibrio, de ir de cara al aire, de dominio era sensacional...
-Genial, me alegro y ¿entonces? Venga, sigue contando.
-Pero de pronto, en ese dar vueltas todo volvió, el miedo de mis padres a mis caídas, el miedo, el miedo…, ese miedo atroz que te paraliza hasta para correr.
Yo lo había apartado al educar a mis hijos, aún así, no quería romperle esa bici que tanta ilusión nos había hecho a los dos, y…, también otro miedo, que no todos desaparecen, el miedo a caerme y estar impedida para seguir cuidándolos.
-Bueno, pero esa asignatura pendiente supongo desapareció, ¿no?
-A medias, porque ahora que vivo sola tengo más miedo de caerme.
Siguieron hablando y me marché con sus risas en mi oído. Sabían reírse de sí mismas y tomarse la vida como viniera.