Hay una necesidad que descubres un día:
escribir. Te pones a ello y te faltan herramientas. Nadie
te ha enseñado a usarlas, como tantos y tantos saberes que hemos
recibido sin ton ni son. Y como si fueras a
una ferretería, buscas un taller que te las muestre. Y ves otra forma de aprender.
Y lo intentas, pero no resulta, te lees
y te repelen tus propias palabras. Insistes y brota algo leve: un
comienzo, una impresión que recibiste, y que tu memoria ha guardado (ese "cuarto de atrás", como ella la nombraba), ese que leías de Carmen Martín Gaite. Siempre que
volvías a leer un libro suyo te decías: ¡cómo me gustaría expresarme así de
sencillo y hermoso!
Vuelves otro curso, porque eres una
cabezota, a ese taller, y vas conociendo, experimentando y
disfrutando de ese juego tan divertido que es jugar a
inventar, y con mucha ayuda comienzas una historia, siempre al revés,
porque tú eres así de rebelde, y al rizar el rizo no encuentras la
salida y te aburres; no tiras nada, no es lo tuyo, y menos mal.
Y es en esta casa (sí, mamá, la
tuya), durante el verano pasado, una vez reformada, que retomas esa
historia que dejaste hace años y, animada, sigues aprendiendo cosas que creías no tener que mostrar, pero sí, ¡cómo cambia lo que quieres
contar con las acotaciones necesarias! Incluso, cosa rara en ti, la
terminas ¿con ciento y pico páginas? No importa, porque has
conseguido cerrar esa historia que, y eso era lo difícil, es
toda inventada; de ahí tu frustración, sigues creyendo que cuando
has vivido y lo cuentas, todo fluye de otro modo en la escritura.
Pero no termina ahí la cosa, has intentado escribir sobre la
madurez, ¡anda hija, échale por si encoge! Eso dirías, mamá, un
dicho de la costurera que fuiste, ¡y además te estás enrollando!
Gracias también por advertírmelo.
Y gracias a ti, Marta, por este
maravilloso regalo que sigue uniendo las frases que te han gustado de "El beso de las nubes" a tus acuarelas. Ahora sí que cobran vida en mí con
tus dibujos.