A mí me gustó la idea de NáN a principios de verano. Nos invitó a compartir temas y relatos en su
blog desde la ignorancia más atrevida: el parvulario. Y este relato ha sido mi pequeña aportación.
Un verano de olor
“Septiembre ya huele a nardos”. Eso piensa Jimena al entrar en un mercado bastante alejado de su casa y, en vez de comprar comida, sigue el penetrante perfume hasta el puesto de flores.
Compra tres varas de “políanthes tuberosa”, nombre científico de la también llamada vara de San José; para ella nardo.
Porque Jimena no es religiosa y, aunque se aprende las definiciones, por eso sabe que es de la familia Amaryllidaceae (Amarilidáceas), a ella le gustan los nombres comunes y contundentes como su perfume. Le trae recuerdos de los bulbos que su abuela cultivaba.
Ni Jimena tiene el carácter de la mujer del Cid ni la fuerza del huracán que anuncian atravesará el Pacífico Mexicano. Se parece más bien a una gran tortuga de andar lento y pausado. No es muy agraciada, tiene una cara redonda y achatada como la torta de un pan de pueblo.
Es temprano y se nota en la ciudad que ya han vuelto a poblarla después de las vacaciones. Los bares rebosan de mujeres tostadas al sol hablando todas a la vez alrededor del café y con los collares colgados al cuello, sustitutos del minúsculo biquini que no llegaba a cubrir, si las cubría, las siliconas al peso.
Mira su piel de un moreno natural, sólo atravesada por el polvo del gran piso que anoche se encontró a punto su señora.
No compra lo que hace falta en la gran casa que cuida. “Seguro no vendrán ni a comer” se dice y, orgullosa con sus tres varas de nardos, sale del mercado más tranquila que entró.
Entre paso y paso Jimena observa que la miran, algo no usual en su joven vida, se mira su vestido fruncido por si tiene alguna mancha, pero no.
Entonces ocurre el milagro: un joven montado en bicicleta frena en seco delante de ella y le pregunta.
-Perdona, ¿dónde has comprado los nardos?.
Levanta la mirada, incrédula, ante la cara sonriente del chico que aspira el perfume con los ojos cerrados.
-¿Te gustan? -Contesta extrañada, pensaba ella que esa afición suya era algo ya caduco, sólo propio de algunos pueblos y sus costumbres.
Jimena le regala una vara mientras le indica el sitio.
Al llegar a la casa, en la que sirve desde su llegada a este país, pone las dos restantes en un bote con agua, al que echa piedrecitas para que no se tumbe. Con sumo cuidado lo coloca en su habitación, no sin antes desgajar de una de las varas el nardo más hermoso para enganchar en su vestido de tarde, como hacía su abuela, para regalar el perfume a quien se cruza con ella cada día, y se gira para seguir oliéndola.