De mis lecturas de
este verano, he escogido estos cuatro libros porque sus protagonistas
cuentan sus historias a partir de la relación con su madre. Me
resultó curioso que en los tres escritos por mujeres hay algo en
común: esos roces entre madres e hijas, que pueden llegar a cierta
ferocidad como resalta uno de los títulos.
El más suave es el
de Soledad Puértolas, “Con mi madre”. Ese “con”
es un no querer separarse del todo después de su muerte. En el duelo
que conlleva la recuerda y va desgranando desde su niñez momentos
vividos que van y vienen de su madre a ella y viceversa. Y esas
reflexiones en las que expresa tan bien lo que sentimos cuando se
van.
No recuerdo bien lo que me dijo por teléfono, pero me dolió y le
contesté “eres de piedra”.
Saber lo que hay en la ausencia. Vivir sabiendo que nunca conoceré
del todo a mi madre y que sus motivaciones más profundas le
pertenecen exclusivamente a ella.
Jenn Díaz
entra de lleno con su título, “Madre e hija”, en las
relaciones entre ellas y esos pasadizos oscuros que hay en las
familias. Con una prosa sencilla y cuidada se pregunta y afirma: ¿Por
qué una madre tendría que esperar algo de una hija? La decepción
no te deja ver nada, es un sentimiento de tracción, se te mete en
las venas y te pasa por todo el cuerpo; es como una infección que te
deja sin fuerzas.
El título que más
intriga: “Apegos feroces” son las memorias de Vivian
Gornick. Caminar por las calles de Manhattan con su madre conduce
directamente a los reproches entre ambas. Vivian, desde su niñez,
describe su entorno más próximo, las vecinas de su madre:
Astutas,
irascibles, iletradas o tan feroces como mi madre. Nunca hablaban
como si supiesen. La
charla no dejaba títere con cabeza. No
había dulzura en ninguna parte. En la cocina había volumen e
intensidad. Se podía vivir.
Y afirma: Nunca
aprendí a cocinar, ni a limpiar, ni a planchar.
De la relación con su madre:
Nuestras broncas hacían saltar la pintura de las paredes,
resquebrajarse el linóleo del suelo y temblar los cristales de las
ventanas. Llegábamos casi a las manos y más de una vez nos
acercábamos a la catástrofe.
Para
concluir: Ya no
andamos a la gresca. Hay como una constante en esos paseos: Conflicto
– paseos – solución.
A
nada de esto hace mención
Javier Pérez Andújar
en sus “Paseos con mi madre”.
No hay un sólo momento de acritud en la relación con su madre.
Aunque también es una memoria personal, Javier utiliza esos paseos
hablar principalmente de la ciudad y la periferia de Barcelona. Su
mirada se expande como un cronista de lo exterior. Relata
con exactitud y al detalle
la vida de personas como sus padres y abuela que tuvieron que
emigrar. Las conquistas y las decepciones, porque
quien no encuentra su lugar en el mundo nunca podrá sentirse ni
siquiera bien. Y lo cuenta con
ironía, con denuncia, pero
sobre todo con lirismo. Hace
esa realidad algo más llevadera para
que al
leerla no duela tanto.
Mientras los trenes arrastraban hacia la lejanía de Barcelona su
luz y su ruido, esperaba yo con mi abuela, siempre callada como si se
hubiera dejado las palabras en Granada. Sentada siempre en la silla
verde de anea. Aguardaba deseando que volvieran mis padres del
taller, de la fábrica, de la sastrería...