Ellos,
como dos gotas de agua, siempre entran al bar del pueblo y salen
riendo como si fuera el primer sonido aprendido de su venida al
mundo. Un sonido raro y metálico que sale de su estática sonrisa desde el mismo instante de su creación. Ocupan cada mañana los mismos asientos y el camarero les pone
a su lado la aceitera. Hay personas que,
mientras desayunan ojeando la prensa, no leen porque todo el tiempo
los observan.
Ellos,
tan cuidadosos en su mantenimiento, ponen las tiras de la suerte
sobre el estrecho mostrador inferior destinado a los bolsos, pero eso
sí, envueltas en plástico por si alguna gota de aceite se
escapa mientras se engrasan. Después pasan por las mesas y venden todas las
papeletas allí mismo.
Hace
días que no vienen y los clientes del bar comentan lo triste,
descabalado y oscuro que ha quedado su sitio; tanto se quejan, que el
camarero ha intentado quitar los taburetes. Tarea inútil, unos
tornillos desconocidos que hacen de imanes los mantienen anclados al
suelo.
Ellos, mientras los
echan en falta, andan como locos descacharrados por la playa sin
cansarse nunca. Sólo se asustan cuando pasa algún camión y creen
que los van a llevar a reparar.