miércoles, 31 de julio de 2019

507. La vendedora de sombreros de paja


Siempre está ahí, montando su tenderete de lona cuando paso por su lado cada día de camino a la biblioteca. En fechas vacacionales los productos aumentan: mantones, delantares, abanicos, etc. 
A primeras horas de la mañana ya se nota que el termómetro subirá en este sur extremo. Hasta una hormiga, tan diligente y atareada siempre, arrastra hoy con lentitud su pesada carga a través de las hendiduras de las baldosas exagonales. No obstante el río de gentes no para, es un ir y venir de turistas que parecen no temer la temperatura creciente; ni siquiera dejan las mujeres en las maletas sus vestidos de gasa de doble falda y mangas hasta el codo, uf, hasta comentarlo da calor. 
Un nuevo tenderete con paneles cubiertos de pendientes colgados y cegados por el sol desprenden su brillo. Titilan como estrellas en la noche y eso me recuerda que no he visitado todavía la exposición “Con A de Astrónomas” en la Casa de la Ciencia. Me acerco en un hueco del trabajo y me gusta lo que veo:

"Con A de astrónomas" repasa diversos temas de esta ciencia, como el Sol, el Sistema Solar, la formación y evolución estelar, las galaxias, la cosmología y la instrumentación astronómica, y, además, recoge la presencia de astrónomas en la cultura (literatura, cine, etc.) y la relación entre su trabajo y los momentos más importantes en la historia de la lucha por la igualdad de género.

Mientras hago fotos no dejo de pensar en la vendedora de sombreros resistiendo los contrastes de temperatura invierno-verano a la intemperie, y no es joven. Me gustaría fotografiarla también, pero está siempre tan atareada que me sabe mal interrumpirla. Me hago preguntas sobre su vida y, por qué no, mañana pienso comprarle un sombrero aunque no los uso por si me quiere contar algo.

lunes, 15 de julio de 2019

506. Brujas del tren diabólico

Desde la primavera hasta final de verano todos los pueblos se engalanan todavía para recibir su feria. A mí me encantaba montarme en el tren diabólico en brazos de mi padre y que él intentara quitarle la escoba a las brujas, pero desde que me llevaron a vivir a la ciudad y vi su tremenda calle del infierno, las temí. Era bien pequeña cuando allí conocí dos brujas de verdad o así las creía yo.
Una era nuestra vecina. Una mujer mayor vestida de negro con faldas largas y la nariz como si se la hubieran afilado con un cuchillo poco a poco. Era lo que asomaba primero por la rendija de su puerta cuando escuchaba abrir la nuestra. A veces, simulaba que barría el rellano porque sabía la hora en que yo salía para ir al colegio, y al verla corría escalera abajo sin esperar el ascensor. Creía que si me quedaba a saludarla como me decía mi madre, me subiría a la escoba y seguro que, por su forma de mirarme, me tiraría de lo más alto de la azotea.
La otra era mi profesora. Era mayor, pelo blanco bien peinado a ondas, bien arreglada y muy estirada ella, sobre todo, al hablarnos. Con dos manías que yo conociera: una a la vista, en vez de echarse en la cara una crema hidratante y normalita, se ponía aceite y cuando te besaba… uf, no quiero ni recordarlo. En mi primer día de cole me estampó un beso en la cara y me sentó de golpe en la primera banca, dos cosas que no me gustaron.
El orden era la segunda manía. Una vez estaba tan enfadada porque no encontraba algo, que dijo a voz en grito: ¿A quién se le ha ocurrido abrirme los cojones? Por los cajones, claro. Fue horrible tenerla tan cerca y, más tarde, un disfrute que me cambiaran de colegio.
Ahora no las llamaría brujas, calificativo como otros que nos han inculcado a través de generaciones por, incluso, muchas madres influenciadas. Ese calificativo y sus representaciones vino muy bien desde los siglos XVI y XVII para quemar en la hoguera a muchas mujeres que estorbaban, como dice Silvia Federici en su ensayo “Caliban y la bruja”. Según Federici, “La caza de brujas sirvió para perseguir a una serie de creencias y prácticas populares. Fue un arma para derrotar la resistencia a la reestructuración social y económica”, una historia que la autora conecta con nuestro presente en distintas partes del planeta.

miércoles, 3 de julio de 2019

505. Voces en la ribera del mundo


“Contar es escuchar” decía Ursula K. Le Guin en un texto que escribió en la década de sus 70 años. También decía que la imaginación es la herramienta más potente del ser humano.
A Diana P. Morales, autora de estas voces, le sobra imaginación y la profesionalidad de más de veinte años de experiencia como profesora de escritura. No es fácil escribir relatos de este género que compongan un todo redondo como sucede en este libro. 
Hay que tener una visión periférica como la suya y poder abarcar la escritura de tantas voces e historias como las que ha escrito para mirar con visión de futuro la realidad; no sólo esta en la que vivimos, sino la que se avecina si seguimos destruyendo el planeta. 
Hace falta, además de imaginación, documentarse bien porque es este género los datos deben estar contrastados. Todo lo que ocurre en estos relatos es ciencia ficción, pero puede no estar tan lejos de suceder. No es un libro pesimista, al contrario, es realista y tiene humor, eso tan necesario en situaciones extremas para relativizarlas. 
Es, además, poético y esperanzador. Los personajes se quedan en nuestro imaginario por como son, tienen ternura y sensibilidad. Son solidarios y demuestran que el ser humano también tiene las capacidades para cambiar el mundo si se lo propone. Y no digo más, si gustáis, leed la contraportada que lo explica muy bien. 
              
Para saber más: 
https://dianapmorales.com/2016/07/blog/mapa-de-la-ciencia-ficcion/