Por
fin se iba a cumplir lo que me dijo mi prima: “no seas tonta, Jimena, ¿tú sabes lo que es tener seguridad?” Ella llamaba seguridad a
comer todos los días. En nuestra tierra no podíamos, por eso me
decidí a poner tantos y tantos kilómetros de por medio.
Cuando
va llegando el verano siempre lo recuerdo. Hacía tanto calor a media
mañana que, al entrar en el edificio de la Seguridad Social, el
frescor de los aires acondicionados fue un regalo. Yo no había
estado nunca en un sitio así. Toda una planta baja dividida en dos
niveles, en el de abajo había muchas mesas colocadas en hilera y
sentados detrás de ellas hombres y mujeres que estaban para
atendernos. Cogimos número y nos sentamos a esperar que nos tocara.
Le di a mi señora una revista que acababa de comprar en un quiosco y
me puse a observar. Es lo que más me gusta, además, es mi modo de
aprender desde que llegue hace…, ya ni me acuerdo. En las caras de
las personas se puede ver si están a gusto, si son felices, si les
duele algo y, sobre todo, si aunque les pase cualquier cosa ese día
lo superan y pueden llegar en su trabajo a ser amables.
Había
mucha gente porque era el último día para hacer las
gestiones. Yo
no sabía por qué tenía que ir con
ella
pero algo intuía. Mi
cabeza bullía
llena de miedos y notaba
mi
cuerpo torpe como si fuera un armario pesado.
Tuve
suerte, el señor que nos atendió me miró fijamente y sin
explicarme
su
interés
le planteó
rápido la cuestión a mi señora. Así que salí de allí contratada
y con seguridad social. Ella
tenía tal cara que al preguntarle una amiga que se cruzó con ella:
-Y
tú, Pitita, ¿qué vas a hacer con Jimena?
-Quedármela,
-dijo con sequedad.
Eso de tener que pagar algo más... Me
sentí un mueble, pero me dio igual, ahora
sí que de verdad podía estar segura de que tenía mis papeles en regla. Como dice el refrán: "a la tercera va la vencida" o algo así. Tanto
querer echarnos de los países a los que llegamos para sobrevivir, y,
si no fuera por nosotras, las personas mayores se morirían en un
rincón porque muchos hijos no se responsabilizan de sus padres.
Un
poco de tiempo después, en el supermercado al acercarme a la sección
de verduras y frutas, vi
a un hombre entrado en años pulsando casi desesperado los botones de
la pantalla para pesar lo que llevaba. Se
veía a leguas que
no había comprado allí
en su vida, me dio pena y me puse a su lado para ayudarle y mi
sorpresa fue mayúscula. ¡Iba
a poder hacer algo por el señor que tan amablemente convenció
a mi señora para
que me contratara!
Sí,
desde
entonces y gracias
a su ayuda
vivo más relajada,
incluso, más
delgada.
Tuve que recordarle de
qué lo conocía
y
me miró asombrado,
debe
ser
porque ahora estoy “estupenda”.