Salgo del estudio para que me de el
aire y veo a una amiga que viene hacia mí.
-Pero, bueno, ¡qué sorpresa! Por lo
que veo tú tampoco te has ido de puente, me dice al abrazarme.
-Qué va, con la que está cayendo, si
me voy me despiden seguro. Además tengo que terminar un reportaje
sobre los “oficios”.
-Coge tu cámara y vente a mi casa
mañana. Pero eso sí, a primera hora que vas a tener buenas fotos.
Y allí estaba yo a las ocho en punto,
cámara en mano, intrigada, y también temiendo que fuera otra treta
de Carmela que me abre de esta guisa: cabeza cubierta por pañuelo a
la cubana, guardapolvo hasta los pies y aspiradora de mano en su
izquierda. Con la derecha me coge la cara por la barbilla y me besa.
-Pasa a mi cueva. Llevo días guardando
libros.
Espero que para guardarlos no les
limpie el polvo hoja por hoja como hace otra amiga, todas más
pulcras que yo, pero no. Les pasa el plumero por encima, los
introduce con rapidez en bolsas, y éstas en un armario. Mientras, me
comenta de pasada la historia de cada uno (adora su trabajo de
bibliotecaria), como si ellos, los libros, no encerraran ninguna.
-¿Estás de mudanza? Aunque no parece,
en vez de sacar, envuelves y guardas.
-Peor, a ti si antes se te rompía una
ventana o querías cambiarla la encargabas, y, otro día, venía el
montador con el albañil y te la colocaba una a una cuando eligieras.
Ahora no, querida, ahora te las quitan y ponen
todas a la vez por una cuestión de salarios. Como me hablaste de
oficios, aquí puedes filmar unos pocos.
La casa me sorprende, no es la misma,
está toda recogida y arrinconada. Su marido quita una lámpara del
rincón de lectura, la única que queda. Se baja de la escalera, me
da un beso y se despide muy serio.
-Ya ves- sigue ella como en un monólogo
mientras tira de mí hacia la cocina para tomar café - hemos estado
a tope de trabajo. Y, claro, esto supone cabreo incluido.
El timbre de la puerta suena insistente
como si fueran bomberos con la urgencia de apagar lo que sea. De
pronto entran ocho hombres, gordos, delgados, altos, bajos, jóvenes
y menos jóvenes. Para todos los gustos. Vienen con sus herramientas
y vestidos de faena. Todo es un investigar y preguntar, secuestran a
Carmela para pedir escoba, cogedor, bolsas, trapos viejos, etc. Yo no
sé donde ponerme. En un ir y venir, uno me empuja y el café se
derrama, -perdón- dice, lo miro y no está mal. Carmela de lejos me
guiña un ojo. Con los golpes que empiezan a dar en las distintas
habitaciones de la casa es imposible hablar si no es a gritos, y sin
que, además, no te entre polvo en la boca. No sé donde meterme, voy
al cuarto de baño y está ocupado. Oigo un golpe fuerte.
-Vaya, por lo menos este ha subido la
tapa, -le digo a mi amiga que dice no saber dónde esconderse hasta
que acaben- pues yo, mira, mejor me voy.
-Pero bueno, yo que creía que ibas a
hacer un reportaje.
La entiendo casi por señas. Ahora
grito yo:
-¡¡¡Odio el polvo!!!
Le doy la cámara y me marcho.
Y esto fue lo que me mandó por
WhatsApp.