James
Salter es uno de mis autores favoritos al que releo por su prosa, el
ritmo y la cadencia que imprime en ella, pero sobre todo por su
estilo elegante y conciso.
Este
pequeño libro de tan sólo 108 páginas se compone de tres
conferencias: “El arte de la ficción”, “Escribir novelas” y
“Convertir la vida en arte”. Las dio en la Universidad de
Virginia a los ochenta y nueve años, pocos meses antes de morir.
Desmenuza los aspectos esenciales de su oficio con el mismo tono
íntimo y directo tan apreciado por sus seguidores.
Quería
escribir precisamente del estilo porque hay muchas definiciones y en
Salter he encontrado la definición que me gusta, aunque él habla
también de otros autores que admiraba:
Flaubert
perseguía la objetividad y el estilo, la
elección precisa de la palabra justa. El estilo en la
escritura era de vital importancia.
El
estilo es sustancia: eso dijo Nabokov, y su propio estilo lo
demostraba.
Sin
embargo, como dice Salter, el estilo puede ser otra cosa:
Me
resisto a la palabra “estilo”, porque también puede sugerir
algo superfluo, como “adorno” o “moda”. A veces me inclino
más bien por la palabra “voz”. No son exactamente lo mismo. El
estilo es una preferencia, la voz es casi genética, absolutamente
distintiva.
El
estilo es el escritor en su totalidad. Puede hablarse de estilo
cuando un lector, tras leer varias líneas o parte de una página, es
capaz de reconocer quién escribe.
Quizás
en los comienzos de la escritura no encontremos esa voz de la que
habla Salter, pero a fuerza de escribir puede que al lector le suene
tal como somos.
Volviendo
a la manera de contar de Salter, decía Walter Benjamín:
El
trabajo en una buena prosa tiene tres peldaños: uno musical, donde
es compuesta; uno arquitectónico, donde es construida, y, por
último, uno donde es tejida.
Cuando
releo “Años luz” de James Salter reconozco estos tres peldaños.