Tú
ya no te acordarás, pero te pasaste toda la tarde llorando. Aquel
verano querías trabajar a toda costa y en lo que fuera para reunir
dinero y viajar. Era el primer trabajo de tu vida y siempre te habían
dado miedo los hospitales.
Al
día siguiente, nada más llegar, te dieron una bandeja con sobres y
te los quedaste mirando. Es la medicación de los pacientes, te
dijeron. En ellos estaban escritos los números de las habitaciones y
la cama del paciente. Y te metieron prisa porque tú lo mirabas todo
embobada, sobre todo el largo pasillo del ala del hospital que te
correspondía.
El
pasillo te parecía tan largo que no miraste hacia atrás para no
perder el equilibrio. A pesar de que cogiste la bandeja con las dos
manos, los sobres con su contenido bailaban al compás de tus pasos
temblorosos. El olor que emanaba de las habitaciones insistía en
subirse a tu cabeza, pero te habías prometido a ti misma que
resistirías y que no ibas a dar el espectáculo como cuando eras
pequeña.
Sólo
con escuchar a tu madre y a tus tías hablar de quirófanos y
operaciones te caías redonda al suelo. No, no, ¡ni hablar! Con toda
la resolución de que fuiste capaz corregiste tu andar inseguro y
apartaste de tu mente lo que te pudieras encontrar en cada
habitación, porque tú, tan joven, no te querías enfrentar todavía
con el dolor ni con la muerte.
Al final del largo pasillo salió de la habitación un
señor mayor en silla de ruedas que rápido la giró hacia ti. Esperó
allí mismo a que llegaras a su altura. No supiste qué hacer porque
te miraba fijamente con una mirada compresiva y bondadosa. Sin dejar
de mirarte te dijo: beautiful. Y luego te introdujo en la
habitación para presentarte y repartió él mismo la medicación
para ponértelo más fácil.
Seguiste
con la misma tarea un mes y luego te improvisaron una mesa en el
pasillo para redactar las altas de los pacientes porque los despachos
estaban en obras. En tu descanso desayunabas lo que llevabas de casa
porque, tan solo por una sonrisa tuya, aquel señor tan mayor y
cercano a la muerte según averiguaste, te iba contando cada día
media hora de su vida.
13 comentarios:
Al final de la vida... se aprende a saborear lo pequeño y a ayudar a quienes aún están en el camino. Quizá ellos aprendan antes a valorar lo más diminuto. Quizá eso pensó el señor... mientras ella pensaba en por fin liberarse de algunos lastres de cuyo nombre yo ahora no quiero acordarme.
Abrazo, Isabel. Y que sigas escribiendo.
En los hospitales hace falta gente que escuche.
Una sonrisa en el hospital vale mucho. Besos.
Una historia interesante
me has dejado pensando
mientras te leo
voy recordando
Una historia cálida y conmovedora, una bonita lección de vida.
Un abrazo Isabel
Índigo, es difícil aprender a lidiar con el envejecimiento, pero tiene algunas ventajas, como la que indicas.
Leer y escribir es lo que más me gusta, ahora iba decir algo sobre eso en el blog, pero durante el curso tengo menos tiempo porque practico teatro que también me encanta.
Muchas gracias por tus buenos deseos y un gran abrazo.
Sí, Tracy, todos pasamos por ellos y podemos comprobarlo.
Un abrazo.
Teresa, llevas razón, una sonrisa a tiempo ¡lima tantas cosas!
Más besos para ti.
Recomenzar, a mí me encanta pensar, así que si mi pequeño relato te provoca, ¡qué alegría!
gracias y besos.
Pilar, que a ti te lo parezca me complace, porque tú percepción vale mucho para mí.
Gracias y un fuerte abrazo.
ha sido un placer conocerte
Muy bonito. Veo a la muchachita y me pregunto "¿Por qué no siguió repartiendo sonrisas?"
Cuando me siento en esta mesacamilla tuya siempre me riño: Qué tardona eres en entrar. Con el privilegio que es leerla.
Besos de UVA.
Uva, porque esa es otra historia.
Gracias por tus palabras que siempre me animan a seguir escribiendo.
Gran abrazo.
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