Abre el libro comprado en el mercado de
ocasión. Un libro que quizás excedía de su presupuesto siendo
nuevo. Deseado, porque al verlo el comprador no ha dudado, lo ha
cogido con rapidez antes que otro pudiera quitárselo, casi siempre
es uno solo el ejemplar existente. Ha pagado por él la mitad de su
precio y ahora sentado en un banco lee el título y la contraportada,
busca entre sus páginas y quien observa espera, quizás como él a
que encuentre un mensaje.
¿En qué manos habrá estado? ¿Qué
impresión habrá causado su lectura?
El lector, al acariciar la contraportada,
tropieza con la pegatina del precio sucia y desgastada, la frota con
la uña, pero no se va. Desiste y abre el libro por la primera página, pero lo cierra y levanta la vista, ¿cumplirá el libro deseado sus
expectativas? Parece que sí porque echa la cabeza hacia atrás y con
los ojos cerrados sonríe satisfecho.
Respira un otoño frío y
observa las casetas casi desiertas a esa hora de la mañana.
Abre de nuevo el libro
y lo huele, mueve la cabeza a un lado y a otro. Nada, parece echar de
menos el olor del papel nuevo, pero se introduce de
nuevo en su lectura y ya no la abandona. La mano izquierda sostiene el libro, la derecha no deja de pasar los dedos por la pegatina del
precio mientras pasa las páginas. No se ha llevado las manos a la boca, ni a los ojos, ni a la nariz; no se mueve, no le pica nada, los dedos
solo rascan la pegatina hasta que no queda rastro de ella justo en el
momento en que cierra el libro. Se levanta, lo deja sobre el banco y se marcha.
El
observador va hacia el banco y trata de averiguar qué es lo que ha
despertado tanto interés y a la vez ese desapego del objeto deseado, pero al abrir el libro las
letras han desaparecido, y tampoco hay mensaje alguno. Corre detrás del
lector y asfixiado llega a su altura, éste al verlo con el libro en la mano le
dice: a ver si eres capaz de superar la historia que he creado en mi
cabeza, yo me voy a escribirla.