Toda una persona quejica, así era mi
vecino. Pero no de lamentarse, más bien su queja iba destinada a
cualquier cosa que le impedía hacer lo cotidiano más fácil. No
admitía, por ejemplo, que una lata, caja o cualquier utensilio se le
resistiera.
Su mujer acudía entonces y lo
solucionaba. Claro que eso a él, tan suficiente y tan listo, en el
fondo, le molestaba. Sentía como si le degradara, y en vez de darle
las gracias, profería toda clase de improperios contra el fabricante
y, demasiadas veces, contra ella. Incluso su cara era la de un hombre
siempre enfadado.
De todos los objetos inútiles según
él, el colmo fue un papel higiénico de capa sencilla que se pegaba
al rollo y no había forma de despegarlo.
Tampoco esto tenía ninguna dificultad
para ella. Su lema era siempre “más vale maña que fuerza”.
Pero, claro, a la larga molesta tanta queja. Tanto, que incluso pensó
facilitarle la tarea: tiraría del papel al usarlo y le dejaría
colgando un trozo.
Con lo fácil que sería, pensaba yo al
escuchar sus voces a través del tabique sin poder evitarlo, que él
supiera respetar esa especie de sabiduría en ella; que la alabara,
de vez en cuando al menos, porque a ella, tan callada, se la veía
siempre tan triste...
Seguro que esta buena mujer llevaba
tiempo pensando que la felicidad consiste en los pequeños detalles,
al parecer sin importancia. Porque un buen día se cansó, y ni corta
ni perezosa cogió la cola y pegó aún más el filo del papel
higiénico. Después preparó su maleta y se marchó.
Ahora me cuenta en el whatsapp que,
al llegar al hotel donde trabaja, entra en el cuarto de baño y lo
primero que toca es el rollo de papel. Y que, justo en ese instante,
mira hacia el espejo y éste le devuelve su sonrisa.
La palabra también
mata poco a poco.