Hay gestos que nos definen en ese decir
cómo somos, en esa comunicación no verbal en la que, por ejemplo,
si cruzamos los brazos a la altura del pecho nos estamos defendiendo
a saber de qué.
Pero hay otros gestos que suceden en
nuestro interior, sin que nadie lo advierta, bien porque estamos
solos o por no molestar. Esos que dicen qué nos gusta, con quiénes
somos más afines, etc. O cuando leemos y escribimos en soledad, ¿qué
sucede en ese ámbito intimista? ¿Son dos placeres iguales,
distintos?
Me atrevería a decir que sí, para muchos la escritura es
una especie de calvario y son buenos lectores.
Ni siquiera hace falta que sea un libro
lo que nos lleve a esa comunicación, puede ser una frase, un poema,
algo más extenso si lo requiere. Pueden ser impresiones de ese autor
a quien se lee, sin planteamiento, nudo y desenlace. A veces, ni
tocas el papel; a veces, sólo la pantalla fría hace de
intermediario, aunque para lo que intento describir los defensores
del papel argumentan:
la sensación implícita de dónde
usted está en un libro físico, se vuelve más importante de lo que
creíamos; hay algo físico en la lectura, el cerebro a través del
tacto del papel lo necesita, reconoce las letras en base a líneas
curvas y espacios; utiliza procesos táctiles que requieren los ojos
y las manos...
No sé si os pasa, pero cuando quiero recordar un pasaje de un libro me
acuerdo de la página, en que lugar estaba, si había punto y aparte,
le llaman memoria fotográfica. Me gusta el papel, aunque no sé qué haría sin mi
pequeño portátil, pero esto es otro tema.
Lo que me interesa es el acto de leer, ese volar hacia las
palabras del otro, adentrarme en lo que escribe, qué cuenta entre
líneas.
Cuando las palabras son sinceras, cuando se escribe desde la
verdad, lo notas. Si conoces quién hay detrás de ellas redondeas, y
si no, lo intuyes; te comunicas, y es ese sentir lo que unifica, como
dijo alguien, “la sensación de que no estamos solos”. Como hilos
invisibles.